La sequía y la lluvia
Creer que la sequía termina (solo) con la lluvia es tan temerario o ingenuo como creer que se explica (solo) por la falta de precipitaciones significativas. Ambas ideas, que en realidad son una, forman parte del mismo equívoco recurrente. Hace unos días, unos amigos me hicieron ver la contradicción aparente, cuando no la impopularidad, al hablar de sequía tras semanas de lluvia. En el imaginario colectivo, la sequía sigue estando asociada a la ausencia de lluvia y la llegada de ésta inmediatamente nos conduce a pensar que la escasez coyuntural es parte de la memoria inmediata.
Decía Julio Llamazares (1955-), en su novela La lluvia amarilla (1988): “el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume”. Hay evidencia histórica de sequías en España desde hace siglos. La vida se repite. Pensamos que todo cambia pero, en realidad, algunos cambios no son tan evidentes; reparamos en ello cuando pasa el tiempo, como le ocurrió a nuestros padres y le ocurrirá a nuestros hijos. Ni siquiera los cambios climáticos son en sí una novedad; sí lo es, desde luego, desde hace décadas, su ritmo sin precedentes, precisamente el que condujo a pensar que la especie humana tenía una responsabilidad directa en el mismo.
En buena parte de la Península Ibérica y los archipiélagos nunca ha llovido demasiado. Cuando los medios de comunicación informan sobre la sequía, a partir de un descenso significativo de las precipitaciones, cuentan al lector algo que éste, en realidad, ya sabe aunque a veces lo perciba con retraso, entre otras cosas porque el abastecimiento de poblaciones es el uso más prioritario de acuerdo a la vigente Ley de Aguas. Esa supremacía del consumo humano tiene mucho sentido pero, como en los niños, la hiperprotección también conduce a la pérdida de autonomía. La falta de conciencia sobre la escasez de agua limita nuestra capacidad para reaccionar, de uno u otro modo.
En las cuencas del Segura y el Júcar la sequía actual comenzó en 2013 (y fue declarada vía decreto en 2015). 2017 intensificó el desafío: fue, de hecho, según AEMET, el año más cálido y el segundo año más seco desde el comienzo de los registros, en 1965. Desde entonces y, especialmente, en las últimas semanas, se ha instalado en la conciencia colectiva la percepción de que llueve bastante. Sin embargo, el valor promedio nacional de las precipitaciones acumuladas desde el pasado 1 de octubre de 2017 (el comienzo del año hidrológico), hasta el 13 de marzo de 2018, fue un 2% menor que el valor normal correspondiente a ese periodo, situándose por encima del 75% en buena parte del este y el sureste peninsular así como en las islas canarias occidentales y el sur de Gran Canaria y Fuerteventura.
En todo caso, si tuviésemos precipitaciones intensas en la próxima primavera, incluso si no fuesen monzónicas (más de 1.000 mm al mes, durante dos o más meses), acumulables a los 73 mm en promedio en España en el reciente y muy húmedo febrero, en el mejor de los casos llegaríamos a los valores normales de las últimas décadas o incluso podríamos superarlos y la reserva hidráulica (el agua embalsada) se recuperaría de modo relevante. Sin embargo, la escasez estructural que afecta a una parte muy importante del territorio nacional sólo se mitigaría levemente.
El desafío de la escasez estructural
Esa escasez estructural, la necesidad de garantizar la seguridad hídrica a medio y largo plazo mientras nos adaptamos al cambio climático, es el desafío real. Eso no solo se resuelve con lluvia, sino fundamentalmente con intervenciones que, por un lado, permitan diversificar nuestra oferta de fuentes de agua y, por otro, aumentar la eficiencia en el uso de agua.
Sin embargo, tenemos poderosos incentivos para tomar pésimas decisiones.
La agricultura, ganadería, silvicultura y pesca, que en 1970 representaban el 11% del PIB español, hoy no son más que el 2,3% del mismo a nivel nacional. Sin embargo, la agricultura, con claras ventajas comparativas en el contexto europeo, consume casi el 70% de los recursos de agua que se extraen cada año.
El turismo, que hoy representa un 11,5% del PIB, sólo era un 3% en 1960, cuando el país recibía algo más de cuatro millones de turistas (en 2017 fueron casi 82 millones, 20 veces más). Los turistas, por ejemplo, junto a la población residente, generan aguas residuales ricas en nutrientes orgánicos y contaminantes, dañando la calidad del delta del Ebro, las albuferas de Mallorca o Valencia, el Mar Menor, otras lagunas costeras, el medio marino próximo a las islas, etc.
En muchas regiones, los incentivos locales y las ventajas comparativas derivan en aumentos de la demanda de agua que no se pueden satisfacer con los recursos renovables disponibles. España es una potencia mundial en reutilización de aguas residuales regeneradas pero todavía recicla apenas el 11% de todas las aguas residuales tratadas. Del mismo modo, es uno de los cinco países con una mayor capacidad instalada de desalación de agua de mar o salobre, pero sus desaladoras han mostrado problemas serios para encontrar demanda efectiva, siendo utilizadas por debajo de la quinta parte de su capacidad instalada en los últimos años. En ambos casos, los incentivos están mal definidos.
La oportunidad es clara: es posible repensar el modelo productivo, avanzar en economía circular, invertir en adaptación al cambio climático, innovar a partir de una concepción interdisciplinar del agua, diseñar los incentivos adecuados, poner el agua en el centro del debate (como otros temas que también exigen miradas que trasciendan el ciclo político). Quizás de ese modo podamos dejar de mirar al cielo.
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Este artículo fue publicado originalmente el 22/03/2018 en ABC y en el blog del Foro de la Economía del Agua, Ver lo invisible, el 26/03/2018.