Una gestión del agua, para que sea sostenible en el tiempo y aceptada socialmente, debe disponer de la institucionalidad adecuada para identificar los intereses generales a la que debe acoplarse. Esa institucionalidad se le reconoce hoy como gobernanza del sistema lo que implica la participación de todos los agentes. El concepto, definido en genérico, puede resultar claro parece necesario realizar alguna reflexión para adaptar esos principios genéricos a la realidad de nuestro país.
En uno u otro sentido siempre ha existido un gobierno sobre las aguas, llevado a cabo casi de manera exclusiva (y muchas veces excluyente) por el Estado para el desarrollo de su propia política. Ahora cobra carta de notoriedad, bajo la fórmula de gobernabilidad distributiva, en el contexto de una mayor horizontalidad en los temas del agua con la aparición de nuevos agentes distintos de los poderes públicos tradicionales: los movimientos ambientales y las fuerzas del mercado con intereses crecientes en el sector del agua[1].
El término emerge en la esfera internacional a partir de los denominados “Principios de Dublín” y hace referencia a la necesidad de un sistema social más amplio del gobierno en la toma de decisiones de cualquier tipo de manera que las realidades políticas, económicas, sociales y ambientales puedan ser tomadas en cuenta e involucren tanto a las autoridades del estado como a la sociedad civil y, de manera amplia, a todos los ciudadanos determinando roles y funciones claras entre ellos. La gestión del agua se configura como un espacio cada vez mas complejo de reflexión, intervención y acción plural y diversa.
Resulta imprescindible que exista una institucionalidad que haga posible una participación amplia de los ciudadanos en la gestión del agua pero no es menos cierto que esta participación acaba reduciéndose a la de aquellos grupos sociales y económicos con intereses y agendas específicas sobre dicha gestión. Las consecuencias, no sé si deseables, son o un permanente estado de tensión entre grupos o la colusión de posiciones que pueden encontrarse alejadas del interés general, cuando no la prevalencia de una visión frente a otras.
“Resulta imprescindible que exista una institucionalidad que haga posible una participación amplia de los ciudadanos en la gestión del agua pero no es menos cierto que esta participación acaba reduciéndose a la de aquellos grupos sociales y económicos con intereses y agendas específicas sobre dicha gestión”
Deberíamos comenzar por llegar a un acuerdo sobre una definición de un concepto gobernanza, aunque ésta necesariamente sea amplia, pero que nos permita acotar sus características esenciales. A efectos metodológicos, podría ser: “la capacidad de la sociedad para identificar sus problemas y retos, diseñar las soluciones adecuadas e implantar la institucionalidad que permita de manera eficiente dar respuestas para superar dichos problemas y retos”. Además son condiciones necesarias la existencia de una relación transparente entre el Estado y la sociedad en su conjunto, con el corolario de la necesidad de una exhaustiva información sobre los temas en cuestión, el desarrollo de acuerdos institucionales estables, esencialmente ambientales, económicos y territoriales, que permitan la resolución de las necesidades detectadas y, sobre todo, la existencia de liderazgos políticos y sociales que aseguren la implementación de las soluciones acordadas dentro del plan de gestión.
Es posible que la dimensión macro con que se plantean los temas de gobernanza y participación pueda no ser la mejor para conseguir una implicación efectiva de los interesados de “a píe” alejados de las “grandes” decisiones. Quizá puede resultar interesante abrir un debate sobre la posibilidad de trabajar la participación de éstos a escala más reducida (subcuencas o, incluso, tramos de río o sectores concretos de actividad) para definir problemas, soluciones y compromisos que aunque pueden tener un enunciado general presentan matices locales que deben ser entendidos para una mayor efectividad y aceptación social de las soluciones[2]. Es cierto que los grandes grupos de intereses, no solo económicos, presentes pueden secuestrar esta suerte de democracia directa pero es posible plantear contrapesos a través de las relaciones y dependencias que se establecen entre grupos económicos e instituciones de liderazgo social.
Ahora bien, y esto deben tenerlo presente los grupos que constituyen el sistema de gobernanza, el hecho de gobernar debe presuponer siempre que ésta se fundamente en la consolidación de los valores de identidad colectiva y de interés común. En caso contrario las decisiones adoptadas podrían no ser aceptadas por los gobernados. En definitiva, el sistema de gobernanza, sean quien sean los agentes que lo constituyan, debe establecer un consenso social básico, lo que no quiere decir que no existan conflictos puntuales. Sin ese consenso básico el sistema no puede funcionar, al menos con eficacia y sostenibilidad.
La administración pública (las administraciones, en un sentido amplio) juega un papel relevante en la gobernanza del agua[3]. El agua es un bien de dominio público y, por lo tanto, debe ser tutelado por la administración que corresponda de acuerdo con la Ley, que debe asimismo asegurar el derecho al agua, los usos generales y aquellos que no tienen sujeto directo, como es el caso de la protección frente a inundaciones. Por otro lado, el agua es sujeto de políticas concretas por parte de esas mismas administraciones. Partiendo de estas premisas cabe esperar de los diferentes cuerpos legislativos mandatos claros sobre las líneas de actuación que debe llevar a cabo la administración del agua lo que da un marco en el que desarrollar la gobernanza. En cualquier caso, las administraciones públicas con competencias sustantivas deben tener un papel rector en el sistema de gobernanza que se diseñe.
“La administración pública (las administraciones, en un sentido amplio) juega un papel relevante en la gobernanza del agua. El agua es un bien de dominio público y, por lo tanto, debe ser tutelado por la administración que corresponda de acuerdo con la Ley”
No puede olvidarse que en el estado compuesto que es España existen múltiples competencias concurrentes en el agua: directas, de legislación básica o legislación derivada, que suelen ser fuente de conflicto. La solución que se plantea en la Ley de Aguas, el Comité de Autoridades Competentes[4], no ha resultado adecuada porque lo que da es la sanción a una solución final y no opera de manera efectiva en los estadios anteriores a la adopción de ésta entre otras cosas por no disponer de estructura propia para su función.
Por consiguiente parece necesario reflexionar sobre las fórmulas en que dicho conflicto puede ser ordenado. Podría argüirse que para eso podrían servir los Consejos de Agua, en donde hay representación de las distintas administraciones públicas además de los usuarios y otros sectores, pero resulta obvio que la capacidad práctica de tal órgano es la de acompañamiento técnico de soluciones sin capacidad real para concertar políticas que, en sus grandes líneas, suelen venir predeterminadas y con un cierto carácter uniformizador[5].
El concepto de gobernanza, aunque debe entenderse de manera global, encierra diferentes subespacios. A título indicativo, señalo tres: gobernanza económica, a la que se refieren los procesos de toma de decisiones sobre las actividades económicas ligadas al agua; política, capacidad en la toma de decisiones para la formulación de políticas y para asegurar su cumplimiento[6]; administrativa o funcional, a la que corresponde la implantación prácticas de las políticas.
Dicho de otra manera parece conveniente plantear un debate sobre conveniencia o no de un sistema de gobernanza único y centralizado u otro, más abierto, que institucionalmente pueda adaptarse a los distintos campos de acción del agua. De optar por el modelo abierto obviamente deben buscarse los modelos de coordinación y regulación así como las normas de prevalencia para resolución de conflictos.
“Parece conveniente plantear un debate sobre conveniencia o no de un sistema de gobernanza único y centralizado u otro, más abierto, que institucionalmente pueda adaptarse a los distintos campos de acción del agua”
Al hilo de las reflexiones sobre la gobernanza surge de manera automática la cuestión de la financiación del sector del agua que también debe ser revisado. El modelo actual, insuficiente a todas luces para su sostenibilidad, se basa en las siguientes premisas:
- La financiación de las infraestructuras corre a cargo de los Presupuestos de las Administraciones Públicas correspondientes cada vez más menguantes tanto en valor absoluto como relativo.
- La recuperación de costes de esta inversión es muy débil y en muchos casos algunos beneficiarios ni siquiera cooperan en estos costes aunque aprovechan indirectamente de la gestión del sistema.
- Los costes ambientales no se consideran en el modelo ni tan siquiera los de contaminación de manera generalizada.
- Existe una amplia política de subvenciones desde el propio sector (captura de rentas) que, además de distorsionar el mercado, no ayuda a una localización óptima las inversiones.
En el fondo de este modelo subyace la idea de que el agua es un bien abundante y gratuito pero es obvio, al menos en economías hídricas maduras, que el agua no es abundante y además su uso necesita de determinadas operaciones que hacen que no pueda hablarse de gratuidad. Además que el agua sea pública no significa que la inversión tenga que ser pública. Tenemos, en el campo del agua, una larga tradición de políticas de fomento que siguen siendo vistas con añoranza por algunos pero que probablemente habrá que ir abandonando más pronto que tarde.
“Que el agua sea pública no significa que la inversión tenga que ser pública. Tenemos, en el campo del agua, una larga tradición de políticas de fomento que siguen siendo vistas con añoranza por algunos pero que probablemente habrá que ir abandonando mas pronto que tarde”
La provisión de los distintos servicios del agua tiene costos, incluso para aquellos que sostienen derechos históricos sobre su uso, porque precisamente la garantía de su disfrute pasa hoy día necesariamente por el mantenimiento de condiciones específicas en el medio hídrico y de su control[7]. Además si se pretende tener responsabilidades en el sistema de gobernanza éstas no pueden ser ejercidas coherentemente en plenitud si no existe una contribución real al mantenimiento del sistema. Este principio de corresponsabilidad financiera debería ser un eje principal de debate.
La propia dinámica social hará necesario algún tipo de financiación de las infraestructuras por parte de las administraciones públicas aunque ello no debe predicarse como un derecho en todos los caso y que ello opere de manera automática[8] pero de acuerdo con la DMA debe procurarse una recuperación de los costes en que haya incurrido el sector público en su ejecución lo más completa posible. Sin embargo es sobradamente conocido que el diseño final del principio de recuperación de costes de la Directiva permite un amplio margen de interpretación sobre el que debería determinarse la procedencia o no de determinadas excepciones contempladas en la praxis administrativa actual.
Una característica del sector del agua en España viene determinada, aparte de la financiación de las infraestructuras a las que se ha hecho referencia en el párrafo anterior, por la fuerte subvención existente. En algunos casos son ayudas a la producción aunque inciden en los precios ofertados por el propio recurso a los distintos subsectores (especialmente al regadío) por debajo de los costes de producción. Situación anómala sobre la que debería reflexionarse como también sobre el hecho que en situaciones extremas se exima de determinados pagos poniendo en peligro el equilibrio financiero del sector[9]. No se trata de anatematizar está práctica, que puede tener su justificación en política fiscal, pero si su procedencia y la posibilidad que pueda poner en peligro la estabilidad de las instituciones. En cualquier caso, deberían estudiarse los mecanismos para ver si procede una aplicación restrictiva de esta práctica que, en caso de aplicarse, debe adoptarse con transparencia.
De lo anterior pasamos a las fórmulas para la asignación del agua. La fórmula tradicionalmente aplicada en España desde la Ley de Aguas de 1876 ha sido la concesión administrativa que ha devenido en un derecho real facilitado, entre otras cosas, por los periodos inusitadamente amplios de la concesión. Un comportamiento muy dinámico en el acceso al agua (fomentado por la propia administración y en todo caso poco controlado por ésta[10]) ha llevado a una sobreexplotación casi generalizada de los recursos hídricos y, lo que resulta paradójico, a la perdida de garantías de la propia concesión. En definitiva a la generalización de lo que, con gran acierto, se ha denominado “concesiones de papel”[11].
“Un comportamiento muy dinámico en el acceso al agua fomentado por la propia administración (y en todo caso poco controlado por ésta) ha llevado a una sobreexplotación casi generalizada de los recursos hídricos y, lo que resulta paradójico, a la perdida de garantías de la propia concesión”
Por encontrarse el sistema concesional en el meollo de la política de agua (en un plano similar al de la planificación) es urgente reflexionar y debatir sobre una reforma del mismo, punto sobre el que creo existe un amplio consenso. Un punto de especial relevancia es el de las garantías sobre los derechos de uso: para las explotaciones hoy en día tan importante como el dato cuantitativo lo es la garantía con la que podamos disponer de cantidad asignada lo que posible en un sistema de aguas reguladas. Pero tan importante resulta diseñar un nuevo modelo de asignación de derechos de agua como plantear las disposiciones transitorias entre el nuevo y el viejo.
De la constatación de la escasez se pasa en la década de los 90 del siglo pasado a un discurso, de acuerdo con las ideas de ultraliberalismo imperantes entonces en la economía, a considerar que la forma más eficiente para asignar los recursos de agua es el mercado previo la monetización de los derechos de uso[12]. Se dice que éste es el mensaje de la racionalidad por más que los resultados de este tipo de asignación hayan sido hasta ahora más bien irrelevantes. Pero en cualquier caso los mecanismos de mercado están ahí y tienen que incorporarse a la reflexión sobre el sistema de asignación del agua manteniendo el carácter público del recurso. Es posible que la solución que tenga en cuenta de manera los intereses generales venga dada por una combinación de planificación y gestión con fuerte protagonismo estatal y con posiciones de mercado con importantes medidas regulatorias. La adecuada composición de ese conjunto de influencias es precisamente lo que señalará si se ha conseguido una gobernanza que permita el desarrollo de una política de agua aceptada y sostenible.
[1] En el Foro Mundial del Agua de La Haya (2000), exponente claro de las grandes corporaciones ligadas al agua, se llega a afirmar: “la crisis del agua es una crisis de gobernabilidad”
[2] Este planteamiento es radicalmente distinto a la participación pública que se ha hecho hasta ahora. No basta con poner en conocimiento problemas o soluciones a partir de un corpus homogéneo con coherencia tecnocrática, es decir publicitar las decisiones previamente tomadas. Lo que se trata es de implicar a los elementos de base. En cualquier caso reducir el ámbito de análisis de los temas y de la participación es puramente operativo y no cuestiona de ninguna manera el ámbito de cuenca en el que debe abordarse la participación, planificación y gestión. En definitiva, sería buscar que en la práctica funcione el conocido aforismo de política ambiental: “pensar globalmente, actuar localmente”
[3] No entro aquí a valorar como debe ser la administración pública del agua, lo que por su importancia debe ser objeto de un tema de debate propio, sino tan solo reseñar su función en el marco de la gobernanza
[4] Que fue una solución precipitada ya que aparentemente (y con falta de reflexión) se pretendía que venía exigida de manera automática por la DMA y por la necesidad de cumplir plazos aunque después, por inercia administrativa, ha tomado carta de naturaleza en nuestro ordenamiento.
[5] Este papel de los Consejos de Agua, tanto de Demarcación como Nacional, se pone de manifiesto por el hecho que los documentos de trabajo objeto de discusión son preparados por órganos de la propia administración hidráulica y que nunca se ha pretendido dotar al Secretariado de una estructura propia que permitiera una cierta independencia en sus informes.
[6] Este subsistema de gobernanza se encuentra directamente relacionado con las funciones que a la Autoridad de Demarcación le atribuye la DMA
[7] El propio disfrute de los derechos al uso del agua de manera efectiva se encuentra ligado de manera real al mantenimiento de la capacidad del medio para poderlos asegurar lo que exige el control del mismo de manera general e integral.
[8] Las razones para financiación pública deben encontrarse hoy día en la provisión de determinados bienes públicos ligados al agua o en ayudas por el largo tiempo de maduración delas inversiones en el sector (aunque pueden apoyarse también, y probablemente de manera más eficaz, con medidas legislativas).
[9] Alguna de las disposiciones contenidas en los Decretos de Sequía van en ese sentido y limitan la posibilidad de fondos a los organismos de gestión en las cuencas que deberían ser compensados.
[10] Esa “conquista del agua” ha sido fomentada, cuando no dirigida, por las administraciones públicas apoyadas en las políticas de oferta y se produce, con distintos matices y modos de actuación tanto en las agua superficiales como en las subterráneas.
[11] La salida a esa situación, cuando ha sido posible, ha sido la de incrementar la regulación o la sobreexplotación de acuíferos. Pero ese tipo de soluciones, además de tensionar el sistema hídrico más allá de lo conveniente, genera otras nuevas entre los actuales poseedores de derechos de uso y los que tienen expectativas de entrar en el sistema (aunque a veces sean los mismos).
[12] La transformación de un bien público, como es el agua, en un derecho privado no es nuevo en la legislación española sino que hunde sus raíces en la Ley de Aguas de 1879 al otorgar el disfrute de la concesión a perpetuidad. Lo más sangrante de la introducción del mercado es que, al facilitar la transferencia de los derechos concesionales, hace posible beneficios privados por la posesión de un bien público. Probablemente no sea solamente un problema de eficiencia sino de ética pública.