Pese a que ha transcurrido 500 años del arribo español a América, los descendientes de las civilizaciones milenarias preincas e inca, no olvidan agradecer a los dioses de la naturaleza por todo lo que nos brindan para la existencia de las sociedades y el planeta, algo que ha olvidado gran parte de la humanidad.
Este vínculo espiritual presente en los antiguos habitantes de Colombia, Bolivia, Ecuador, Argentina, Chile y Perú, se expresa todos los años el 24 de junio con gran júbilo y alegría, y como no tenía que ser de otra forma, principalmente en el Cusco, ‘el ombligo del mundo’, donde nacen y confluyen los cuatro suyos, que formaron el Tahuantinsuyo, territorio de los incas.
Es el Año Nuevo Andino, cuando el astro rey en el solsticio de invierno se encuentra a mayor distancia del planeta― y cuando culmina un año de cosecha de alimentos y se inicia un nuevo año de siembra.
La máxima celebración de agradecimiento a las bondades del sol es a través del Inti Raymi (fiesta del sol), grandioso espectáculo multicolor en la explanada de colosales piedras de la fortaleza de Sacsayhuamán (halcón satisfecho, en quechua), Instaurada durante el gobierno de Pachacutec, en el siglo XV.
Centenares de hombres y mujeres, ataviados a la usanza de los antiguos peruanos, provenientes de las regiones de costa, sierra y selva, danzan al ritmo de quenas, pututos, tinyas, zampoñas, antaras y pututos, sacrificando llamas y alpacas en un ritual de pago al sol, acompañando al inca y su séquito, saludando, agradeciendo y homenajeando al Inti por haber permitido con sus dorados rayos solares una buena cosecha de alimentos, agua suficiente para los cultivos, vientos favorables, lluvias oportunas, hermoso y robustos ganado, calor y luz para la existencia de todos los seres vivos.
Es un deber social, una obligación moral, un compromiso personal, una religión de por vida agradecer al Inti, a la Pachamama (madre Tierra) y a la Mama cocha (diosa de las aguas) por sus benditos servicios ecosistémicos que hacen posible el desarrollo de las sociedades en geografías tan agrestes como los Andes sudamericanos.
He aquí el quid del asunto y esencia de la cosmovisión andina: respeto y veneración a los dioses naturales de dónde procedemos, agradecimiento por nuestra existencia y supervivencia, pero sobre todo cariño, amor, cuidado y preservación de la madre naturaleza. Este sentimiento socioecológico surgió desde la civilización del Tiahuanaco.
Así lo sostiene algunos estudios sobre este hermanamiento y relación recíproca entre los astros, el medio ambiente y la actividad de los seres humanos, bajo principios cósmicos sagrados, desde 1580 años a. C. Tiahuanaco estuvo asentado en las orillas del lago Titicaca, a unos 4,000 metros sobre el nivel del mar, entre Bolivia y Perú. Su territorio e influencia alcanzó hasta Chile. Allí, hasta hoy, al pie del apu Huajsapata, por la madrugada se agradece al sol, por la cosecha brindada y se pide otra buena temporada de siembra.
Allí el Yatiri (sabio andino) es quien dirige la ceremonia del Año Nuevo Andino, en las alturas del lago más elevado del mundo, entre cochas (pequeñas lagunas artificiales, comunicadas entre sí, para almacenamiento y recarga de acuíferos, mejorando la oferta hídrica), camellones (o waru waru, plataformas elevadas de cultivos, de piedra, arcilla y grava y andenes, con canales de agua de río) y los andenes (terrazas escalonadas de cultivos en los cerros, cortina de viento que previene la erosión eólica), alta técnica milenaria que no solo contribuyó a la seguridad alimentaria y el abrigo (a través de la ganadería de auquénidos), sino también a un mejor hábitat saludable, con microclimas y vegetación anti desastres naturales, agua permanente para todos, resiliencia y mitigación ante la inclemencia del tiempo y del cambio climático, enmarcado en lo que hoy llamaríamos infraestructura natural amigable al medio ambiente.
¡Feliz Año Nuevo Andino, para todos!