Acepto con especial agradecimiento tu invitación -amigo Ramón- a escribir un par de páginas en este espacio que en tus memorias has querido reservar para dar testimonio del aprecio que tuviste hacia una persona singular, que hace más de diez años ya no está ya con nosotros. Un aprecio y un recuerdo que comparto contigo.
No puede ser calificado de especial el contacto personal que tuve con Loyola, sino más bien de puntual, de forma que más que conocerla debo decir que la intuí sin miedo a equivocarme, pues hay personas a las que casi desde el primer momento imaginas que son limpias de corazón, y Loyola lo fue.
La personalidad de Loyola es mucho más grande de lo que deja entrever su actividad en el campo de las políticas del agua, de forma que cualquier semblanza que hagamos de ella restringida a esa dimensión de su vida, sería muy poco significativa frente a la grandeza del ser tan excepcional que fue en todos los frentes de su vida. Por eso he decido trascender lo hidrológico, el detalle de la parte en favor de a síntesis del todo.
El pensamiento de Loyola en los temas del agua y los regadíos -por no eludirlo-, se puede decir que está plasmado en su proyecto de Plan Nacional de Regadíos (un informe que el propio partido secuestró por razones electoralistas) y en un pequeño texto que hicieron unos colaboradores directos suyos por encargo de ella, al que Loyola tenía intención de adjuntar su propia reflexión, que no aunque no llegó a ser publicado en algún cajón estará.
La personalidad de Loyola es mucho más grande de lo que deja entrever su actividad en el campo de las políticas del agua
Destacaría también unas cuantas intervenciones marcadas por su sello personal, como la que tuvo en el conflicto de los regadíos del Matarraña y el polémico proyecto del embalse de Torre del Compte, que resolvió con increíble rapidez, lucidez y eficiencia, ganando años, ahorrando dineros públicos, y respetando el territorio. Igualmente destacable fue su actitud a través de su ministerio ante el Consejo Nacional del Agua frente a los planteamientos del Plan Hidrológico Nacional de su propio partido, como antes lo había sido frente al del PSOE.
En diversas ocasiones he hecho mis pequeños homenajes a la memoria de Loyola, a la conocí con ocasión de las entonces llamadas “guerras del agua”; primero como diputada del Partido Popular y portavoz en las cuestiones medioambientales, y después como ministra de Agricultura. Tuve ocasión para charlar con ella en privado en varias ocasiones, y de participar en unos cuantos seminarios de “petit comité” promovidos por ella, además de compartir algún ocasional almuerzo.
Aparte de esas circunstancias profesionales, mi contacto más personal y humano con Loyola fue una experiencia lúdico/deportiva de dos días, descendiendo las aguas bravas de los ríos Cinca y Gállego, en unos tramos de río especialmente hermosos que habrían de desaparecer si se llevaran a cabo unos proyectos hidráulicos que entonces estaban en el candelero del juego y el chalaneo políticos que -como casi todos los grande proyectos hidráulicos de aquellos años posteriores a la aprobación de la nueva ley de aguas de 1986- estuvieron y siguen estando planteados en general desde una alarmante e irresponsable frivolidad hidrológica, económica, social y medioambiental, tanto los del PSOE (APHN) como los de PP (PHN) con sus nuevas oleadas de embalses, trasvases y nuevos grandes regadíos a los que Loyola se opuso férreamente, hasta los millonarios planes de desaladoras. Recordemos aquellos años de la famosa “guerra de las ministras”.
He tenido ocasión de recordar y de escribir varias veces lo que en aquella ocasión dijo Loyola a los medios: “Estos ríos y estas aguas de las que he disfrutado tanto estos días, donde mejor pueden estar ahora es donde están, siendo ríos, generando belleza y oferta lúdica, identidad de los territorios... Si alguna vez los necesitamos de verdad, ahí estarán..., Pero de momento su sitio es ese. He sido ministra de agricultura y sé muy bien lo que digo”. En aquel momento Loyola era ya Comisaria de Energía y Transporte en la Unión Europea y Vicepresidenta de la Comisión. Sé que alguna regañina política le costaron aquellas declaraciones, pues no encajaban en las políticas electoralistas del partido ni en las presiones de determinados lobbies. Loyola hubiese sido una gran ministra del Medio Ambiente, demasiado buena, y demasiado auténtica y honesta, para que hubiera sido posible... como así fue; por eso acabó en Agricultura.
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No tendría mucho sentido que consumiera yo ahora este breve espacio que me queda en alabar lo que podríamos llamar “las políticas del agua de Loyola”, porque en realidad no fue una científica ni una técnica experta en la materia, lo mismo que suele ocurrir con la mayoría de los titulares de casi todos los ministerios. Se discute a veces si un ministro debe o no saber de la materia que se le encomienda. Personalmente creo que sí, que por lo menos un mínimo de acreditación es deseable, aunque no sea más que para que quienes le rodean, incluidos los propios asesores, además las presiones, no les vendan “cualquier moto.”
El pensamiento de Loyola en los temas del agua y los regadíos -por no eludirlo-, se puede decir que está plasmado en su proyecto de Plan Nacional de Regadíos
A veces ocurre, sin embargo, que hay personas nombradas para desempeñar esas altas responsabilidades, que sin ser especialistas en la materia tienen en cambio una capacidad singular de escuchar, de trabajar y de discernir la esencia de la parafernalia de los problemas además de un sentido social de las decisiones, que hace que pronto acaben siendo excelentes gestores públicos, estén donde estén. Ese fue -en mi opinión- el caso de Loyola como ministra de Agricultura primero, y como comisaria de Energía y Transporte en la Unión Europea después.
Tras su muerte se han escrito algunas cosas sobre la personalidad de Loyola, en especial una publicación del Congreso de los Diputados dentro de la colección “Biografías de Parlamentarios”. La lectura de esa publicación -de la que es autor Emilio Sáenz-Francés-, hizo que lo que en un principio fue en mí poco más que una intuición, acabara siendo convencimiento profundo, abalado por el testimonio de personas que la conocieron bien.
Confío en el testimonio de Ana Pastor, Presidenta del Congreso de los Diputados, que conoció muy de cerca a Loyola y que sin ambages ha dicho de ella: “excepcional servidora de su país”, “única como amiga”, “mujer capaz de abarcarlo todo”, “carismática y total”, “todo brillo”, “alguien llamado a ejercer historia en política”, “motor incombustible que dejaba ver su condición de la mujer de Estado que había en ella” ,“formidable combinación de energía e inteligencia”, “enamorada de Europa”... y un sin fin de calificativos en el mismo tono.
La mayoría de las personas que conocieron de cerca de Loyola se han deshecho siempre en alabanzas. Hay unanimidad en destacar la vitalidad y honestidad que trasmitía, capaz de despertar entusiasmos contagiosos, porque mostraba siempre una sensibilidad sincera ante los problemas de la gente, además de una sensación de amistad y nobleza. Luis María Anson la describió en términos de “mujer inteligente, con gran sentido de la gestión, además de un ser bondadoso, de una humanidad desbordante”.
A Loyola le importaba la gente, y le importaba de verdad, y eso saltaba a la vista
La audacia de Loyola fue excepcional ya en su época de estudiante universitaria, una joven segura de sí misma, deportista, aventurera, una gran comunicadora; “con una mentalidad tan libre y tan moderna como el país que deseaba construir”, se ha dicho. Quienes trabajaron con ella o junto a ella destacan su sentido de la lealtad, el cuidado en no hablar mal de nadie, razón por la que generaba confianza. Manuel Pizarro dijo de ella que era una persona “dotada de una gran alegría natural, y de convicciones profundas”.
A Loyola le importaba la gente, y le importaba de verdad, y eso saltaba a la vista. Lo suyo no era pose, sino corazón y convencimiento moral.
En la Federación de Mujeres Rurales, de la que fue cofundadora, cada vez que visitaba alguna sede, hablaba con tal fuerza y alegría que las gentes enseguida se entusiasmaban con ella. Le gustaba cantar rancheras y tocar la guitarra; pronto tiraba de voz y de instrumento (doy fe personal). Sabía crear siempre un clima especial de naturalidad y proximidad allí donde estaba, y tenía el don de hacerse sentir cercana con todos, a la vez que sabía ser brava cuando la ocasión lo exigía, además de gran oradora, dotada de una habilidad especial para el debate cara a cara; temida por su forma directa de ir a las cuestiones, sin rodeos y con honestidad.
De su etapa en Bruselas se podría decir lo mismo, donde dejó en muchas personas una huella humana imborrable. Ha habido funcionarios que trabajaron con ella que conservaron durante años en su despacho una foto enmarcada de Loyola.
A veces ocurre que la propia dinámica interna de los partidos, con sus familias y sus guerras intestinas, acaban arrinconando a los mejores miembros, a los más capaces. A su vuelta de Bruselas el partido arrinconó a Loyola, cuando estaba predestinada para haberlo liderado en su propia tierra, en el País Vasco, y haber alcanzado después las más altas cotas en la política española, marcando un estilo parlamentario nuevo, lejos de lo que hoy es: un plató de TV, al que parece que sus señorías acuden a ver quién dice el insulto o el improperio más grande al rival político.
Prematuramente le llegó la enfermedad incurable, y a los 56 años se nos fue. Quiso que su féretro fuera envuelto con sus tres banderas: la del País Vasco, la española y la de la Unión Europea. A quienes la conocimos nos dejó un vacío tal, que la pesar de los doce años trascurridos desde su adiós, aún lo sentimos como algo muy vivo.