Aún recuerdo cuando el agua corría, a veces tranquila, en otras ocasiones, furiosa, por el parque de Ordesa. Subíamos desde el párking de autobuses, en la pradera de Ordesa, con los niños, y remontábamos el sendero por el bosque de hayas y junto a la corriente del río Arazas, cascada a cascada, y no almorzábamos hasta llegar a la Cola de Caballo. El agua era la guía de este camino, y el corazón del valle de Ordesa. No sólo por el río, claro, sino también por la nieve y el glaciar de Monte Perdido y, hacia abajo, todo el terreno kárstico donde la vida crecía abundante gracias al agua que se filtraba y llenaba simas, cañones, torrentes y gargantas.
Ya no queda nada de aquello. Y por eso, precisamente, he vuelto a Ordesa. Para recordar.
He recorrido ya la mitad del camino de subida y me siento a descansar junto a una de las antiguas fuentes, hoy seca. Antes parábamos aquí y solía refrescarme un poco, mientras los niños se entretenían jugando con las hojas muertas que tapizaban el camino, y Pilar intentaba que comieran algo. Me quito la mochila, que noto más incómoda que la que utilizaba en nuestras antiguas excursiones. Ya no llevo comida para cuatro, sólo para mí, pero el equipo portátil de filtrado de aire y sus baterías son bastante pesadas. Mientras bebo un poco de agua regenerada, desenvuelvo ligeramente el otro paquete que llevo guardado, más frágil, y compruebo que sigue intacto.
Cuando reanudo la marcha, se levanta un fuerte viento que agita el polvo perenne en el aire. Me ajusto las gafas y la máscara, y avanzo. El viento me obliga a mirar hacia abajo, directamente al camino. En cualquier caso, tampoco merece ya la pena pararse a contemplar las crestas del macizo de Ordesa; ni siquiera ahora, el mismo día de Navidad, están nevadas. A medida que asciendo, aparece algo de humedad, y parte del polvo presente en el aire se comienza a aglutinar en pequeños terrones, que caen, intermitentemente, como copos de nieve marrón.
“De todas formas —río para mí con sorna, mientras me limpio las gafas— es un espectáculo bastante más navideño que la tormenta de arena y Cierzo que tienen que estar sufriendo en el Valle del Ebro.”
Aún así, no vaya a ser que mis palabras se vuelvan contra mí, acelero el paso y pronto se abre ante mí el Circo de Soaso. Llego a la altura de refugio y, en vez de seguir hasta donde caía, espectacular, la Cola de Caballo, giro a la derecha y abandono el camino.
A medida que me aproximo hacia la ladera umbría del valle glaciar, el viento amaina, se abre un poco el cielo y los rayos de Sol me permiten vislumbrar, por fin, mi destino. Primero es sólo una masa sombría cuya parte superior estampa formas triangulares en la ladera de roca. Con cada paso que doy, va cobrando volumen, y se aprecian mejor las ramas horizontales, mecidas irregularmente por el aire. Al fin he llegado. Entonces, sonrío, saludo y admiro el último grupo de abetos naturales de la Península Ibérica. Algún profundo misterio de Ordesa ha mantenido esta zona, este refugio, lo suficientemente fresca y húmeda, para que no hayan desaparecido para siempre.
A los niños les divertía mucho decorar el abeto en Navidad. Pilar había comprado uno artificial, tan frondoso, que tardaban horas en montarlo por completo, porque tenían que desenvolver todas las esferas, las luces y los lazos de los paquetes donde estaban guardados desde la Navidad anterior. Por supuesto, lo más importante era colocarlos cuidadosamente hasta que todos estuvieran de acuerdo con los colores y la disposición. Yo refunfuñaba un poco, porque me parecía una pérdida de tiempo, mientras ellos disfrutaban.
Hoy, en cambio, soy yo quien desenvuelvo ese paquete que llevaba en la mochila, y cuelgo de uno de los abetos, una a una, las esferas de navidad. Llevaban tiempo guardadas, porque desde las violentas revueltas climáticas que se llevaron a Pilar y a los niños años atrás, no había querido celebrar la Navidad, que tanto me recordaba a ellos. Una vez termino de colocar las bolas, extiendo las luces entre las ramas y conecto una batería portátil. Enciendo las luces, blancas, y me siento a disfrutar de mi árbol de Navidad, y de mis recuerdos de Pilar y los niños.
Antes de que caiga la noche, dejo el abeto iluminado, y regreso. La caminata por Ordesa ha vuelto a merecer la pena. No tanto por la caminata y la excursión, sino por el regalo de Ordesa de permitirme celebrar, aunque fuera sólo unas horas, la Navidad con ellos. En primavera termina la evacuación de la Tierra, y no sé si en la Estación Espacial habrá algo que celebrar, ni cuánto durará el hipersueño, pero al menos me podré llevar un nuevo recuerdo de haber celebrado la última Navidad en Ordesa con Pilar y los niños.